| La tiroides es una glándula endocrina pequeña pero de vital importancia situada en la base del cuello. Libera un flujo constante de hormonas que están intrínsecamente implicadas en la regulación del metabolismo, así como en la función endocrina, cardiovascular, neurológica e inmunitaria. A pesar del poderoso papel que desempeña la tiroides en el organismo, es bastante susceptible de sufrir daños por influencias exógenas, como las toxinas ambientales. Esto se debe en parte al hecho de que varias de estas toxinas tienen una similitud estructural con las hormonas tiroideas.
Además, la tiroides tiene una gran afinidad natural por los halógenos y los metales.
Si bien esta afinidad tiene por objeto atraer el yodo (un halógeno) y el selenio (un metaloide) a la tiroides para la producción y el metabolismo de las hormonas tiroideas, también puede conducir a la acumulación de halógenos y metales nocivos dentro de la glándula.
Aunque los metales pesados son abundantes en el medio ambiente, hay cuatro metales pesados específicos que son los que más dañan la tiroides: el aluminio, el cadmio, el plomo y el mercurio.
El aluminio, se encuentra comúnmente en artículos como el desodorante, medicamentos de venta libre como los antiácidos, aditivos alimentarios y utensilios de cocina. Este metal oxida la tiroides e inhibe la absorción de yodo, limita la producción de la hormona tiroidea y puede inducir al sistema inmunológico a atacar la tiroides, como se ve en la enfermedad auto inmune.
El cadmio se libera a través de las actividades de minería y fundición y está presente en las baterías, el tabaco, los pigmentos, los plásticos, las aguas residuales y los fertilizantes a base de fosfato. El cadmio desencadena el agrandamiento de la tiroides, produce bocio multinodular de la tiroides, reduce la secreción de tiroglobulina y puede inducir el cáncer de tiroides.
El plomo, uno de los primeros metales pesados reconocidos por su toxicidad, sigue siendo elevado en el medio ambiente gracias a su uso en la pintura de las viviendas antiguas, algunas joyas de metal, los juguetes de los niños, la minería y otras formas de industrialización.
El mercurio que se encuentra en los pescados y mariscos, amalgamas dentales, cremas aclarantes, pesticidas y la contaminación producida por las centrales eléctricas de carbón, disminuye el yodo en la tiroides e impide la producción de la hormona tiroidea.
Entre todos los metales pesados, el aluminio, el plomo y el mercurio producen más daño a la tiroides mediante el reclutamiento de anticuerpos para atacar la tiroides. Este proceso contribuyó al desarrollo de enfermedades tiroideas autoinmunes como la enfermedad de Graves y la tiroiditis de Hashimoto.
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